Por su interés y por el análisis certero que hace de la realidad de lo que está pasando hoy en España, reproducimos a continuación el magnífico artículo de opinión de Concha Caballero.
Aquí se desprestigia a los de abajo, se alienta la insolidaridad social y la confrontación entre los que nada tienen con los que tienen poco
Siempre me habían impresionado las fotos de la crisis del 29 en Norteamérica. Esa mujer que mira con infinita preocupación, rodeada de niños que esconden las cabezas tras sus hombros; personas sin casa que recorren las polvorientas carreteras; una cena de navidad en la que cuatro niños apiñados esperan que su padre reparta algo de pan y embutido; una cola de parados con sus trajes deslucidos; personas, sin rostros visibles, sólo sombreros que avanzan hacia la ventanilla donde obtendrán un no por respuesta… Pensaba que eran fotos casuales de magníficos profesionales de la prensa hasta que la semana pasada escuché a algunos expertos explicar que la mayoría de estas fotos formaban parte de la campaña de Roosevelt para lanzar el New Deal.Los fotógrafos de Roosevelt no manipularon la realidad para darle mayor dramatismo ni crudeza a la crisis. Por el contrario, descartaron aquellas imágenes que retratasen obscenamente la miseria. El hilo conductor de estas fotografías consistía en contar una historia de dificultades, pero también de dignidad. Para conseguirlo destacaron la figura humana y la familiaridad de los objetos de forma que cualquier espectador pudiese pensar que el próximo en esa lista del paro, en esa carretera, en esa casa desprovista de enseres, podía ser él. Las fotos no pretendían transmitir desesperación ni histeria, sino solidaridad y reflexión.
Mientras que la crisis en Europa condujo en muchos países a la emergencia del fascismo, en Norteamerica el New Deal de Roosevelt forjó la idea de un país, prestigió la democracia, puso las bases del todavía precario sistema de protección social y afirmó el principio de que los que más tenían debían contribuir con mayores recursos a la recuperación económica. No aportar al bien común, no contratar a alguien si se tenían recursos o despedir trabajadores innecesariamente, ocultar capitales o aprovecharse de la crisis empezaron a ser vistos como gestos inadmisibles de antipatriotismo.
El relato europeo, salvo excepciones, es mucho más triste. Se buscaron chivos expiatorios, como los judíos, los gitanos o los extranjeros; se confrontaron unos sectores sociales contra otros; se proclamó el sálvese quien pueda; se desprestigió la política y se exasperaron a las clases medias hasta que los autómatas del brazo en alto llegaron al poder.
En España no hay patriotas. Desde que empezó la crisis, los de abajo han sufrido paro, saqueo salarial, restricciones sin cuento de servicios. Sin embargo, no se han aprobado medidas que obliguen a los de arriba, a los que se envuelven en la bandera rojigualda, a poner un solo euro sobre el tapete. Todo lo contrario: se han reducido sus aportaciones fiscales, se les ha abaratado el coste del despido y se les ha premiado con una amnistía fiscal que es un cruel sarcasmo para el contribuyente. Por eso, cerca de tres millones de españoles —según el último estudio del Observatorio del Consumo— compran habitualmente artículos de lujo. Las ventas de estas prendas que “te hacen sentir único y poseedor de la exclusividad” aumentaron el pasado año un 25%. Viven en una burbuja protegidos por la cobardía de nuestros políticos.
Para la gente corriente, el Gobierno ha preparado una batería de nuevos recortes sociales. Sus escasas explicaciones suelen denigrar a los que trabajan o usan los servicios públicos: “Consumen muchas medicinas”, “se aprovechan de la Ley de Dependencia”, “trabajan pocas horas”, “usan fraudulentamente las cartillas”. Nos hacen discutir sobre los 400 euros para el cuidado de un dependiente o sobre los presuntos privilegios de los funcionarios, mientras olvidamos que los poderosos tributan menos de la mitad que sus trabajadores.
A diferencia del New Deal de Roosevelt, aquí no se fotografían con respeto las colas del paro, los desahucios de viviendas o la dignidad de los que viven de su trabajo. Todo lo contrario: se desprestigia a los de abajo, se alienta la insolidaridad social y la confrontación entre los que nada tienen con los que tienen poco. Los frutos de todo esto pueden ser muy amargos.
Fuente: elpais.com